El 7 de julio se celebra el Día Nacional de la Conservación del Suelo en el país. Qué produce su degradación, cuáles son las prácticas sustentables y la mirada de un especialista de la UBA de cara a futuro.
Más de un tercio del suelo argentino está en peligro
Cada 7 de julio se celebra en Argentina el Día Nacional de la Conservación del Suelo, una jornada que busca concientizar sobre la importancia de proteger este recurso natural esencial para la vida, la producción de alimentos y el equilibrio ecológico. La fecha homenajea al doctor estadounidense Hugh Hammond Bennett, pionero en el estudio y la defensa de los mismos.
Para conocer más sobre la situación actual y los desafíos a los que los argentinos se enfrentan, Diego Cosentino, profesor a cargo de la Cátedra de Edafología de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires y vocal de la Asociación Argentina de la Ciencia del Suelo (AACS), aportó una mirada crítica al respecto.
“Hoy, cerca del 36 % del territorio nacional, es decir, más de 100 millones de hectáreas, está afectado por erosión hídrica, eólica o procesos biológicos que deterioran el suelo. Esta cifra es alarmante: significa que más de un tercio de Argentina está perdiendo su capacidad de producir alimentos, almacenar agua y albergar vida”, explicó Cosentino.
Según el especialista, entre las regiones más comprometidas se encuentran el NOA (Noroeste Argentino), Cuyo y la Patagonia, que son zonas áridas o semiáridas con pendientes pronunciadas y presentan las tasas más altas de erosión.
“La Región Pampeana, corazón agrícola del país, también sufre erosión hídrica y eólica, con aparición de cárcavas y pérdida de capa fértil, particularmente en Entre Ríos. La zona del Chaco es una de las áreas donde la deforestación, para extender la frontera agrícola, ha acelerado el deterioro gravemente. La problemática más grave es la erosión y deforestación, que transforman suelos productivos en tierras áridas, reducen la biodiversidad y disparan la vulnerabilidad social y económica”, detalló.
A diferencia del agua o el aire, el suelo tarda cientos o miles de años en formarse, por lo que debe ser considerado un recurso no renovable en términos humanos: sustenta la vida terrestre, es clave en la producción de alimentos, regula el clima y actúa como interfaz vital entre la atmósfera, el agua y la biosfera.
“Depende del daño y del clima, pero formar 1 cm de suelo puede llevar entre 100 y 1000 años. Restaurarlo funcionalmente tras una degradación puede llevar décadas, si se aplican prácticas adecuadas y sostenidas”, remarcó.
Así y todo, Cosentino enumeró las principales causas que atentan contra el suelo en Argentina: “Hay muchas, pero quizás sean la deforestación y la quema intensiva, especialmente para cultivos de soja en el norte del país. También el sobrepastoreo en regiones semiáridas que deja el suelo expuesto y sin vegetación protectora. Los monocultivos y la labranza intensiva, que agotan nutrientes y materia orgánica, aunque esto haya disminuido mucho últimamente. El uso excesivo e irresponsable de agroquímicos, sin una ley unificada que los regule, generando salinización y contaminación. El riego no planificado, que provoca salinización y erosión, especialmente en la región pampeana”.
Desde los años ochenta, una de las tecnologías de conservación más difundidas en el país -sobre todo en la región pampeana- es la siembra directa, que consiste en sembrar sin arado previo. Esta técnica permite conservar la humedad, reducir la erosión y mantener la cobertura vegetal, lo que protege la estructura del suelo.
“Reduce la erosión más de un 90 %, mejora la retención de agua, secuestra carbono y reduce emisiones de combustibles fósiles. Hoy en día la agricultura debe verse mucho más ampliamente aplicando técnicas de procesos que sean positivos desde todo punto de vista. Para el suelo, para el ambiente, para el bolsillo, para la sociedad”, aseguró.
El fortalecimiento de la educación ambiental juega un papel clave para el cuidado del suelo. En un contexto de crisis ecológica global y degradación creciente, promover el conocimiento y la conciencia en la ciudadanía -especialmente en las nuevas generaciones- se vuelve fundamental.
“Sin suelo sano, no hay futuro posible. Pero solo cuidamos lo que conocemos, y ahí es donde educar se vuelve urgente y transformador. A los jóvenes les diría que no hace falta ser dueño de un campo para ser guardianes del suelo. Cada vez que elegís qué comer, qué tirar o qué defender, estás trazando el mapa del mundo que viene. El suelo no tiene voz, pero necesita aliados. Y ustedes -con su curiosidad, su energía y su rebeldía- pueden ser su mejor esperanza”, se sinceró Cosentino.
También permite comprender cómo nuestras acciones cotidianas impactan en la tierra que habitamos y nos invita a adoptar prácticas más sostenibles que aseguren la salud de este recurso natural.
“Estaría bueno empezar a exigir y consumir alimentos con certificados de carbono neutro, por ejemplo. Todavía parece una utopía. Si bien la responsabilidad es compartida con productores y gobiernos, nuestras decisiones diarias de consumo sí importan. Por ejemplo, algunas acciones concretas y costumbres a modificar y que marcan la diferencia podrían ser: optar por alimentos de estación y locales, elegir productos frescos y minimizar los ultraprocesados, aprovechar mejor los alimentos y generar menos desperdicio, separar residuos y compostar los orgánicos. Desde algo tan sencillo como elegir una mandarina misionera en invierno en lugar de una importada, hasta compostar nuestros restos de ensalada, todas son acciones que cuidan ese suelo fértil del que depende nuestra alimentación presente y futura”, aconsejó.
En la misma línea, el especialista advirtió: “Sin suelo sano, no hay comida posible. Un suelo fértil y equilibrado es el cimiento de toda producción agrícola: sostiene las plantas, les da nutrientes, regula el agua y alberga millones de microorganismos que hacen posible la vida. Pero hoy más del 30% de los suelos del planeta están degradados. Si seguimos perdiendo calidad de suelo, se vuelve cada vez más difícil producir alimentos nutritivos y accesibles para una población que sigue creciendo. Conservar el suelo es, literalmente, defender nuestro futuro alimentario”.
A través de organismos como el INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria), el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible y el Ministerio de Agricultura, el país impulsa programas de conservación, monitoreo de suelos degradados, promoción de buenas prácticas agropecuarias y fomento de la agroecología. Además, existen iniciativas de ordenamiento territorial y legislación ambiental que buscan equilibrar la producción con la preservación de los recursos naturales.
Sin embargo, algunos especialistas coinciden en que aún se necesita una mayor articulación entre provincias y una inversión sostenida para que estas políticas sean verdaderamente efectivas a largo plazo.
“Uff, aquí sí que estamos en pañales. Existen leyes, claro, como el Plan Nacional de Suelos Agropecuarios que promueve buenas prácticas agrícolas, restauración y manejo sostenible. O la Ley General del Ambiente (25.675), que establece el derecho a un ambiente sano y el deber de proteger los recursos, incluyendo los suelos. La Ley de Bosques Nativos que restringe desmontes y fomenta la conservación de bosques, clave para evitar erosión. A nivel provincial, hay también algunas leyes específicas de suelos como la de Santa Fe o Entre Ríos. No obstante, la implementación aún es desigual y falta financiamiento constante”, aseguró Cosentino.
La Facultad de Agronomía de la UBA, por ejemplo, cuenta con varios grupos de investigación que se dedican a estudiar el suelo, a conocerlo más en profundidad. Tiene vínculos con agrupaciones de productores, la AACS, el INTA, el INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial), la Secretaría de Agricultura y con empresas del sector privado que muestran mucho interés por la agricultura regenerativa, además de investigar en conjunto con ellos.
“Es fundamental trabajar con el sector privado, juntos. Esto hay que gritarlo muy fuerte. Tenemos proyectos en biodiversidad, carbono del suelo, cultivos de servicios, residuos sólidos urbanos, uso de nutrientes, prácticas de conservación de suelos, técnicas analíticas de laboratorio para mejorar la calidad de resultados, etc. Realmente se trabaja muchísimo. Eso es sólo desde la investigación. Pero también trabajamos en extensión y obvio en educación. Somos un ente educativo por naturaleza. Tengo un proyecto de extensión que se dedica a ir a escuelas técnicas agropecuarias a obtener monolitos de suelos que luego docentes y alumnos utilizan en el aula como soporte didáctico. ¡He ido a escuelas agropecuarias en las que los alumnos nunca habían visto el suelo de la propia escuela!”, concluyó.
LAS FUNCIONES DEL SUELO Y SU RELACIÓN CON EL CAMBIO CLIMÁTICO
El suelo regula el ciclo del agua, almacena carbono, sustenta la biodiversidad, filtra contaminantes, recicla nutrientes y da soporte físico a infraestructuras y ecosistemas naturales. Es mucho más que “tierra”: es el mayor reservorio de carbono del planeta.
Cuando lo cuidamos, ayudamos a frenar el cambio climático porque el suelo almacena carbono que de otro modo iría a la atmósfera en forma de CO₂. Pero si lo degradamos -por ejemplo, al deforestar, sobrepastorear o mal cultivar- ese carbono se libera y agrava el calentamiento global.
Además, suelos bien manejados ayudan a absorber agua, reducen el riesgo de inundaciones y hacen que los ecosistemas sean más resilientes frente a sequías o temperaturas extremas.
¿Es el suelo la bala de plata contra el cambio climático? Esta es la discusión que se tiene hoy en ámbitos científicos. Seguramente es importante contra el cambio climático, pero no parece ser el único factor a gestionar mejor.
QUÉ ES LA DESERTIFICACIÓN Y LA SEQUÍA DEL SUELO
La desertificación es como una enfermedad crónica del suelo: lo va dejando estéril, sin vida, sin capacidad para retener agua o sostener la vegetación.
La sequía, en tanto, acelera ese proceso, secando la tierra, matando microorganismos y dejando la superficie expuesta a la erosión del viento y la lluvia.
El resultado es una pérdida casi irreversible: tierras que antes producían alimentos o daban cobijo a comunidades rurales quedan inutilizables. Esto no solo impacta la economía local, sino que obliga a migraciones forzadas y agrava los conflictos por recursos escasos.